Entraba a las 4 de la mañana al ingenio La Providencia para cumplir con su intensa jornada de ocho horas como estibador de azúcar. Un día, semejante esfuerzo lo tumbó al suelo. Tenía las rodillas ensangrentadas. Y no eran tiempos para quejarse, sino para levantarse y seguir. De las 132 bolsas que debían hombrear con su compañero, faltaba un poco menos de la mitad. Pero ya eran las 11, hacía calor y él se sentía viejo. Entonces le rezó una pequeña oración a su hijo, Juan Rolando Galván. Le pidió fuerza, y cuando se levantó sintió que la bolsa no era tan pesada como la última, sino más liviana que la primera.
“Él hace milagros”, afirma Juan Bautista Galván. Tiene 85 años. A su lado, donde apoya el bastón, hay un pequeño altar con flores rojas de plástico, dedicado a aquel jovencito nacido en 1960 y que en 1976, a los 15 años, partió de su hogar en Río Seco para vivir una nueva vida en la Escuela de Mecánica de la Armada.
Juan Bautista no habla mucho, por eso sus palabras suenan imponentes cuando abre esa boca resquebrajada por tantos malos tragos. Entonces hace un recuento de los milagros de su “santo” hijo mayor. Con su esposa, Martina Teresa Minaux, tuvieron un segundo hijo, llamado Andrés Gregorio. “Me ayudó en los momentos en que más lo necesité. Le rezaba y él concedía. Lo sigo haciendo”, relata Juan Bautista. Y agarra entre sus manos una foto de un muy joven y atractivo marinero, que posa ante la cámara con el codo apoyado en la rodilla.
“Este era ‘Roli’; un buen chico, de tan buen humor... Dejó el colegio a los 14 años porque quería trabajar, como yo, pero solito se dio cuenta de que se ganaba poca plata por mucho esfuerzo. Después decidió irse lejos. Se lo extraña”, relata entristecido el anciano estibador nacido en Belén (Catamarca). Después balbucea algo imperceptible. Quizás es una pequeña oración, aunque no la corona con la señal de la cruz.
De curas y marinos
Para encontrar la casa de los Galván sólo hay que preguntarle a cualquier vecino. El barrio lleva el nombre de ese chico de ojos negros que desbordó de alegría al subirse por primera vez a un barco. La casa tiene dos pisos, es de color verde militar y está repleta de las flores que cuida Martina. Para ella, el pueblo de Río Seco, donde nació y crió a sus hijos, es cuna de marinos y de sacerdotes. Y eso debería llevar inscripto el arco de entrada, si existiera alguno.
Mientras repasa su historia familiar, ella se plantea si fue una predestinación que “Roli” se disfrazara de marinero a los cino años para un acto de la escuela Osvaldo Magnasco. Fue la señorita Serrizuela quien armó una carabela y le dio a Juan Rolando ese rol. Una foto inmortaliza ese momento.
“Durmió en la cama con nosotros hasta los 10 años. Era un chico cariñoso. Por eso, cuando llegó su hermano no lo aceptaba. Hasta que su padre los puso frente a frente y les dijo que debían amarse, cuidarse y estar siempre juntos. Desde allí se hicieron amigos”, cuenta Martina.
El relato sigue con la familia Arias, los vecinos de la cuadra que convencieron al jovencito Juan Rolando de cambiar de rumbo, según relata la mamá. Seguramente lo tentaron con las aventuras de viejos marineros, con los grandes barcos que nunca se hundieron y que cruzaron océanos o rompieron hielos bien al sur. Así fue que decidió dejar esas calles de tierra y restos de bagazo para marchar en tren a Buenos Aires, a principios de 1976.
Durante los siete años que vivió lejos, Juan Rolando volvía seguido al pueblo y era el centro de las fiestas. También aprovechaba la sobremesa para estar a solas con su mamá y contarle sobre esos encuentros y asados que tanto disfrutaba, de sus novias, de sus tareas diarias en la Armada. Ella le convidaba las empanadillas de cayote que tanto le gustaban.
Sueño cumplido
El primer ascenso de Juan Rolando, que lo convertiría en cabo segundo, se produjo durante el conflicto del Beagle en 1978, cuando Argentina y Chile se disputaban la traza de la boca oriental del canal ubicado al sur del continente. El marino tucumano cuidaba la costa argentina, al este del Cabo de Hornos, sobre el portaaviones 25 de Mayo. Y fue el 13 de marzo de 1982 cuando conoció el crucero ARA General Belgrano. “Se le cumplió un sueño, porque le dijeron que en ese barco conocería otros países”, apunta su madre.
Unos días después del estallido de la guerra con Inglaterra, Martina recibió la que sería la última carta de su hijo. “Tenía fecha del 13 de abril. Lo noté angustiado, con una esperanza disfrazada. Ahí mismo le escribí, pero me quedé con tantas cosas por decirle que al otro día redacté otra carta y la mandé junto con una estampita de San Roque”, relata. Luego, se enteró de que “Roli” había alcanzado a leerlas.
El acta de defunción recibida 12 días después del hundimiento señala: Juan Rolando Galván, nacido el 3 de marzo de 1960, fue muerto en combate en el mar territorial argentino, Ushuaia, a las 17 hs del 2 de mayo de 1982.
Andrés Gregorio, el hermano que hoy tiene 42 años, visitó Malvinas en 2009. Esos recuerdos quedaron capturados en un cuadro. Detrás del vidrio las palabras indican el lugar y la fecha, y hay un pequeño trozo de laja y una hostia. Durante la ceremonia religiosa que se realizó en el cementerio Darwin, el cielo estaba despejado y sereno hasta que una inesperada ventisca hizo volar las hostias consagradas del copón que sostenía el cura. Andrés capturó una. Fue un momento místico y silencioso. Nadie dijo nada. ¿Habrá largado un suspiro sostenido desde hacía tiempo el “santo” de Río Seco?